MIEDO
Dicen que a lo largo de nuestra vida tenemos dos grandes amores: uno
con el que te casas y vives para siempre, aquel que puede ser el padre o la
madre de tus hijos... esa persona con la que puedes estar el resto de tu vida
junto a ella. Luego esta ese segundo amor, esa persona que perderás siempre,
aquella con quien naciste conectado, tanto, que las fuerzas de la química
escapan de la razón, y te impedirán alcanzar un final feliz.
Siempre he pensado que yo tenía a aquel segundo amor, que había roto
las fuerzas de la química... pero ahora me veo frente al altar, vestida de
blanco y con un ramo de rosas rojas en la mano y ese sentimiento se ha borrado
de mi mente. Todos los ojos están fijados en mí y me sonríen pero yo soy
incapaz de devolverles la sonrisa. Lentamente me dirijo al altar junto con mi
padre que me agarra con sus brazos fuertes, aquellos que me daban seguridad de
pequeña, pero que ahora me hacen sentir insegura, como un cervatillo en el
bosque rodeado de más de mil cazadores.
Recuerdo aquella primera noche en la que conocí a Alan, nuestras
miradas se cruzaron y no fueron necesarias las palabras para saber que
conectábamos. Ese primer beso en junio de 2008 en aquel solitario banco detrás
del instituto. Esos días en el parque, donde pasábamos las horas entre risas y
besos. Mi pelo, moreno y rizado, enredado entre sus manos. Aquellas manos que
me abrazaban fuerte cuando estaba triste mientras me susurraba al oído “Te
quiero” con sus labios finos. Aquellos labios que escondían su preciosa
sonrisa. Esas estúpidas peleas que siempre acababan con un beso...Eramos dos
jóvenes adolescentes enamorados y listos para hacer frente al mundo. Pero
quizás solo fue eso, un amor de adolescencia y quizás ya no lo quiera pero no
sé por qué soy incapaz de darme la vuelta, salir corriendo en busca de aquel
otro amor, aquel que siempre se nos escapa. Quizás sea porque no sé quién es o
puede que sea por el miedo. Ese miedo que todas las personas tenemos. Aquel al
que lo llaman “Soledad”.
Sigo avanzando hacia el altar, con ganas de huir, pero me siento como
un robot programado, incapaz de hacer lo que deseo.
El sol me quema la espalda y los pájaros cantan una triste melodía.
Entonces lo veo. Esos cabellos rubios y esos ojos grandes son inconfundibles.
Me sonríe, le sonrío, sus ojos me miran fijamente de abajo a arriba y se
detiene en mis ojos. Entonces comprendo que es él. Él es con el que quiero
estar, a pesar de las veces que hemos discutido.
Erik es el típico hombre que se acuesta con una mujer distinta cada
noche, pero que tiene un gran corazón. Trabaja conmigo de policía, es mi
compañero desde hace tres años y no hemos pasado ni un solo día sin discutir,
aunque siempre acabábamos tomando una cerveza en el bar después de trabajar.
Me fijo en Alan, que también me sonríe, y le devuelvo una sonrisa
triste y confundida. Y es que, a veces, se desprende más energía discutiendo
con alguien a quien amas, que haciendo el amor con alguien al que aprecias.
A pesar de conocer la realidad,
de conocer mis sentimientos llego al altar. No me doy la vuelta para irme con
Erik, aunque mi instinto lo desee. Recuerdo aquella frase que nos dijo el
maestro de Tailandia cuando fuimos Erik y yo de viaje. Nos ató con una cuerda e
incendió la casa. El nudo estaba flojo, podías escapar sin ningún problema pero
el miedo nos lo impedía. Nunca había comprendido esa frase del todo, pero ahora
me siento identificada y es que el maestro tenía razón. No es la cuerda lo que nos
ata, es el miedo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario