Poema ganador de la categoría de 1º y 2º de ESO
Por Clara Sallán, de 1º B
TAN LEJOS
¿Quién en la Tierra
no se ha sentido pequeño
al levantar la vista
y mirar hacia el cielo?
¿Al ver esas estrellas,
brillantes, lejanas,
cuyo brillo es tan fuerte
que llega a nuestra ventana?
Nosotros nos sentimos pequeños
al mirar al firmamento
pero cuando las estrellas miran a la Tierra
las invade otro sentimiento.
Se sienten solas, muy solas,
en ese gran silencio,
tan lejos de todo
en ese infinito pozo negro.
Solo brillan por eso,
para que sepamos que están allí,
perdidas en ese gran
océano añil.
Porque a nosotros
puede parecernos muy bello,
pero es tan grande, tan frío,
tan solitario el universo.
Poema ganador de la categoría Bachillerato y Ciclos
Por Susana Gavilán, de 2º del Grado Superior
CONJUGANDO EL VERBO QUERER
Que por querer voy cayendo
víctima de tu querer,
que quiere a otra queriendo
sin querer no pretender.
¿Qué quieres?
¿Acaso quieres que te deje de querer?
¿Quieres que no te quiera
por querer a tu
querida,
a tu nuevo mal querer?
Pues perdona.
Pues yo quiero
que no quieras querer tanto.
Quiere a esa, tu querida
Que yo me querré otro tanto.
Relato ganador de la categoría 1º y 2º de ESO
Por Clara Sallán, de 1ºB
DE PALABRAS, LIBROS Y ESCRITORES
Érase una vez, hace mucho tiempo, en un lugar remoto del mundo, un extraño país. No era extraño por la gente, ni por las casas, ni siquiera por la ropa. No, lo extraño, o más bien peculiar, de este país era la forma de pagar. Sí que pagaban, por supuesto, pero no con dinero: su forma de pagar eran las palabras.
Si ibas al mercado a comprar lo que fuera, además de la palabra gracias, que era muy apreciada, tenías que pagar unas palabras. Podías pagar con palabras sueltas o con una frase.
A veces el pago requería palabras de un tipo en especial: palabras largas, palabras amables, palabras de miedo, palabras sonoras, palabras dulces, palabras duras, palabras bonitas… Ni que decir tiene que las palabras extrañas o las palabras poco conocidas valían más que las otras, o a veces cuando se descubría algo que necesitaba una palabra, quienes se la ponían se hacían muy ricos.
Así que en este país, si querías diferenciar a un rico de un pobre, podías hacerlo por el vocabulario. Los pobres sabían las palabras justas para poder vivir, mientras que las personas de los más altos cargos y las que se habían hecho ricas tenían un lenguaje sumamente exquisito que a veces podía sonarnos a chino, de tan peculiares que eran las palabras que utilizaban.
Por supuesto, las palabras en otros idiomas eran como otra moneda, y solo quienes sabían hablarla podían pagar con palabras en otra lengua.
Y también eran muy valiosos los poemas, que a veces inventaba una persona que sabía utilizar las palabras para hablar del mundo de una forma distinta. Si tenías la suerte de oír un poema, debías intentar memorizarlo porque no había otra forma de aprenderlo, pero no era fácil, porque las palabras se enredan, se confunden y se olvidan fácilmente.
Pero, ¿cómo podías hacerte rico? Los más ricos lo eran por que habían viajado mucho, y cuando volvían tenían muchas historias que contar, con muchas palabras en ellas. Pero claro, no todo el mundo podía viajar fuera del país. En realidad, muy pocos lo habían hecho. Los que viajaban, al volver escribían todo su viaje en unas hojas llamadas Libros, y hacían muchas copias, que valían muchísimo, con lo que podían pagar muchas cosas.
Y así funcionaba este país, hasta que un día…
Un día, un hombre pobre llamado Arturo Escritor oyó hablar de un viajero que había vuelto al país, después de haber visto otros países y haber vivido muchas aventuras. Decían que escribiría en un Libro todo lo que le había pasado y todo lo que había visto, y que seguro que se haría muy rico. Arturo había pasado toda su infancia soñando con ser viajero, imaginando lugares fantásticos y extravagantes aventuras. Pero no había podido pasar de soñar. No había podido ser viajero y ahora oía lo que se contaba de los que sí lo eran. Si hubiera podido viajar por todo el mundo, podría haber vuelto y escribir Libros con todo lo que le hubiera pasado… Y entonces se le ocurrió una gran idea.
Corrió a una tienda a comprar hojas y plumas, pagando con unos versos que había aprendido hacía mucho tiempo y que se repetía cada día para que no se le olvidaran. Corrió de nuevo hacia su casa (un destartalado edificio de un par de pisos en una callejuela) y llegó empapado, pues había empezado a caer un gran aguacero sobre la ciudad. Pero no le importó, y bajo la temblorosa luz de la llama de una vela, empezó a escribir.
Escribió sobre el mundo, cómo lo imaginaba, y los animales y las criaturas fantásticas que corrían libremente por él; los lugares maravillosos que había en los países más recónditos; sobre la gente que allí habitaba y sus costumbres; y las aventuras inimaginables que él vivía… En definitiva, todo lo que él había soñado cuando era niño.
Se pasó todo la noche escribiendo, y el día siguiente también, y así durante muchos días. Algunas de las pocas personas que lo conocían se llegaron a preguntar dónde estaría. Hasta que un día salió corriendo de su casa, y se dirigió a la tienda donde sabía que hacían los Libros. Le pidió al hombre que allí trabajaba que leyera lo que había escrito. Éste aceptó, con algo de reticencia, y al terminar de leer decidió, sin dudarlo, hacer Libros, muchos Libros de las magníficas historias que Arturo había escrito.
Rápidamente, los más ricos empezaron a comprar los Libros, y Arturo se hizo tan rico como ellos. Y a la pregunta de cómo se pagaban los Libros, si eran lo más valioso que había, la respuesta es sencilla: con otros Libros.
El Libro de Arturo fascinaba. Nunca se había leído nada igual, y precisamente por eso gustaba tanto. Un día le preguntaron al autor si había viajado de verdad, a lo que él respondió:
- Claro que sí, y sin salir de mi casa. - y al ver las caras de sorpresa de los demás, añadió - Es que no hace falta vivirlo en carne y hueso para escribirlo ¿saben?
Pero cuando se supo de dónde había salido la historia, mucha gente que había soñado con ser viajero y no había podido serlo empezó a escribir sus propias historias, y pronto empezó a haber muchos, muchos Libros en el país. Mucha gente empezó a hacerse muy rica, y los ricos dejaron de serlo, pues al haber tantos, los libros dejaron de ser algo caro.
Y un día, un hombre que había sido antes rico, vio en su mesa un trozo de papel en el que ponía cincuenta. Y tuvo una idea. Al día siguiente, cuando tuvo que ir a una tienda a comprar, a la hora de pagar, le entregó el papel a la mujer que cobraba y le dijo:
- Toma, vale por cincuenta palabras.
Y claro, la idea se extendió como la pólvora. Pronto, los que estaban en los más altos cargos del gobierno empezaron a fabricar unos papeles especiales que valían las palabras que ponía en ellos: cinco, diez, veinte, cincuenta… Había incluso papeles de cien, de doscientas y de quinientas palabras. Y hubo a quien se le ocurrió hacer pequeños círculos de metal, para sólo una o dos palabras, o menos, como una, dos, cinco, o más letras.
Pero enseguida empezaron a cambiar las palabras por otra cosa a la que llamaron euro. Los papeles, que llamaron billetes, como el tipo que los había inventado, Antonio Billete, empezaron a valer cinco, cincuenta, cien euros. Y lo mismo pasó con los círculos de metal, que se llamaron monedas, y el valor de letras se sustituyó por céntimos, porque el que había inventado las monedas se llamaba Carlos Moneda Céntimo.
El arte de pagar con palabras cayó en el olvido, y algunos incluso olvidaron la palabra gracias.
A Arturo le dijeron que por sus Libros ya no le darían nada, pero él quiso seguir escribiendo y quiso que la gente leyera sus Libros. Y muchos siguieron su ejemplo, porque se dieron cuenta de que los euros les daban igual, a ellos les gustaba escribir y contar historias, y que la gente disfrutara leyendo. Y al final los libros terminaron siendo algo común, y surgieron escritores de todo tipo: de fantasía, de aventuras, de miedo, de amor, de ciencia ficción, de la realidad, e incluso poetas. Y al final también se terminó pagando por los libros.
Pero los que escribían necesitaban un nombre, y en honor del primero que lo hizo, se llamaron escritores.
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